Tras años de letargo bloguero volvemos para hablar de Podemos. Porque somos unos oportunistas; pero es que eso es cosa buena si
no serlo significa estar ahí,
pasmado, constante, fiel… solo por serlo. La oportunidad que movilizan nuestros
dígitos, hoy, la pintan las encuestas, sus gráficos de barras perturbadoras que
anuncian una sola cosa: Podemos puede
ganar.
Por eso nos interesa Podemos,
porque puede ganar. Lejos de sesudos análisis, lejos de aficionarnos a fórmulas
reveladas que dilucidan el sentido revolucionario o socialdemócrata de una estructura política (de una concreta partición de la polis), lo interesante,
a día de hoy, es delimitar un espacio de incertidumbre que puede tener
transcendencia institucional, vale decir, transcendencia social a través del
derecho existente. Y que este espacio de incertidumbre exista es, de suyo,
revolucionario; porque lo revolucionario es ese elemento que se queda sin función
en la estructura y blablabla…
En realidad, no nos interesan las masturbaciones
intelectuales sobre la forma acabada que debe tomar una organización para
canalizar el deseo multitudinario. O,
aupados a un estilo romántico decimonónico mucho más demodé, no nos interesa elucubrar sobre cómo debe ser el Partido en
tanto que vanguardia del Pueblo (aficionarse a Trostky o a Stalin, al fin y al
cabo, siempre fue una opción estética en torno a ‘solo bigote’ o ‘bigote y
perilla’). Los teóricos del arte resuelven mejor estas cuestiones que, como se
sabe, no se resuelven. Más aún, lo paradójicamente seductor de Podemos radica en que su forma, su
estética, su expresión como diseño vectorizador del deseo, es extremadamente cutre. ¿Podemos? ¿Qué nombre es ese? Y el
morado ese tirando a lila… aggghhh… Uno imagina la reunión fundadora como
imagina a cuatro amigos que montan una banda de música; y nos encanta pensar en
ellos como pequeños aprendices de Lenin inventando el pop, escribiendo esas letras
facilonas que al más jevi le sacan una sonrisilla porque reivindican la
infancia, esos años. Lo importante es que acertaron. No se llamaron Poder Multitudinario ni Partido de Todos; qué sé yo, expresiones
que intentasen definir o denotar una estructura de canalización de mayorías.
No, se apelaron con una expresión vacía que atesora toda la carga de
profundidad de su objetivo primero: ganar las instituciones.
En realidad, nadie puede aficionarse demasiado a Podemos;
es una marca tan insustancial, tan naif, que en cuanto echemos la vista atrás
nos preguntaremos cómo pudimos votarles… Y por si alguien se aficionase
demasiado, lo hábil sería que Podemos propusiera su propia fecha de defunción.
Que sus líderes se vendieran como mártires políticos aun antes de ser
políticos. Que se concedieran un par de legislaturas para hacer la revolución
(porque es ahora o no es) y que prometieran su desaparición para después de una
–fatal o virtuosa– reestructuración radical de nuestra trabazón jurídica.
Porque Podemos representa la colisión
entre el movimiento inédito del 15M y las instituciones catalizadoras del demos. Recogeremos los trocitos cuando
la nube de polvo desaparezca.
En este escenario, lo sugerente es que sobrevuela una
opción en la que caben, como vemos por el baile programático, medidas
espasmódicas, viscerales, desorbitadas algunas. Ahí está su virtud, en su
descontrol (los círculos son escupideras donde todo se vierte, donde se teoriza
en espiral hasta abandonar el perímetro y dejar de prestar atención, pura
entropía). Sobre esta heterogeneidad se cierne, de nuevo, el molde
clasificatorio de la intelectualidad: esto es una traición reformista, aquello
es un exceso irreal que quita votos... Bienaventurados los que proyectan el
sentido social de una acción hasta calcular su afectación real al Reino del
Comunismo, porque ellos se harán ricos en las casas de apuestas. Los demás, los
pobres, creemos que en el espectro de acción social que se está gestando en
torno a la marca Podemos, convenientemente tecnificado, caben
modificaciones de calado en la política fiscal y de redistribución de rentas,
en las garantías administrativas de prestación de servicios, en la política
criminal, en la continuidad de los automatismos civiles, mercantiles o laborales e incluso
en la reconstitución del marco habilitador general de la política. Y todo eso,
sedimentado, aumenta el tamaño y peso de lo
social, redimensiona la existencia jurídica de lo social; y esa prueba de carga está por hacer. La redefinición del
tejido jurídico que se asoma solo podrá valorarse a posteriori.
Si en unos años, tras un par de legislaturas en el poder, a
Pablo Iglesias se le platean las sienes y sesea con gracejo sevillano, será
porque, socialdemocráticamente, habrá
alcanzado una nueva fase de la pax
capitalista en España. Le odiaremos, como se odia a Don Tancredi, pero sus reformas postkeynesianas nos habrán introducido en una nueva dimensión de la
recurrencia capitalista, probablemente mucho más apostada a una compleja
dialéctica financiera –o caos sin posibilidad de síntesis– que dará una nueva medida del difuso enemigo global (y atrás quedará el capitalismo de amiguetes, snif). Si en
unos años Pablo Iglesias no puede cruzar los Pirineos porque Bruselas ha
colocado concertinas, tal vez sea porque los círculos, o sus ensoñaciones
revolucionarias complutenses, se le fueron de las manos y las medidas que
propuso no reactivaron el ciclo del capital, sino que lo encasquetaron
definitivamente en este país de peseta depreciada. Sea uno u otro, lo cierto es
que los caminos de la dialéctica de la
naturaleza son inescrutables: estimulamos y percibimos cambios, pero no
sabemos con certeza en qué segmento del metarrelato estamos (tal vez porque no estemos y nos tengamos que reír de
Engels). Al fin y al cabo, la lucha obrera –esa referencia– fue un modo de
pacificar el mundo capitalista. Pero eso lo sabemos ahora; y aun así
volveríamos a luchar, por amor propio y por si los historiadores nos hubieren
mentido (ay, usar el futuro perfecto del subjuntivo es siempre un desafío a la realidad).
Porque en una sociedad de control y computerización de la
acción social, lo revolucionario es crear espacios de incertidumbre. Y Podemos
lo es (al menos a estas horas). Después de todo son frikis y, ya se sabe,
los monstruos son esas realidades que, a fuerza de absorber los males de
otros, emergen como violencia descontrolada de la imaginación. Podemos es la oportunidad, aquí y ahora,
de asumir la incertidumbre, de vivirla, de probar la insuficiencia de los
medidores, esos que nos comunican que debemos tener miedo. Nada menos, aunque
tampoco nada más.
Así es, o así puede ser. No nos fiamos de esos tipos que ni
son castizos ni europeos, pero que, como dijo Michael Corleone en la Habana, pueden ganar. Y eso les hace
extremadamente interesantes. Eso nos hace, por fin, extremadamente
interesantes...