Esopo elogió la
conveniencia del ahorro en su famosa fábula, proyectando esa virtud en una hormiga que acumula el
fruto de su trabajo durante el verano para así dar esquinazo a las durezas del
invierno. Lo que fue velado es que el fabulador tracio elogió también otro tipo
de virtud; y es que cuando la cigarra se vio sin recursos en invierno, la
hormiga comprendió que lo ahorrado debía compartirse.
La bárbara versión moderna de esta
fábula evita un final tan razonablemente
helénico y, reconstruida sobre las bases individualistas de la modernidad, introduce una variante nada
marginal –aunque de raigambre marginalista,
esa escuela económica que raptó a Europa– en la que la cigarra debe
asumir las consecuencias de sus ligerezas y arreglárselas sin la caridad de la
hormiga.
Como la ética de los tiempos la
marcan las fábulas, las cigarras, desde esta última versión, debieron decidir
entre ahorrar como una hormiga o –y esta segunda opción nunca pudo imaginarla
Esopo– endeudarse hasta las cejas para comprar los medios y las técnicas con
los que las hormigas obtienen sus frutos. Es así como las hormigas, sin que
medie caridad, siguen manteniendo a las cigarras y, además, pagan las deudas
contraídas por estas. ¿Ingenioso, verdad?
Esta es, como todo el mundo sabe,
la lógica del capital: endeudarse en la dirección acertada para tomar ventaja
frente al resto. Y es que el progreso, el crecimiento o la creación de riqueza
es, a fin de cuentas, una huida hacia delante en la que un individuo, una
empresa o un Estado se endeudan virtuosamente para que, en un determinado
plazo, les deban más dinero del que ellos deben. El problema es que, aunque
queramos sacudirnos esta lógica de encima, no podemos, ya que cruza nuestros
cuerpos tan intensamente que trasciende voluntades: no solo operaba esta lógica
en aquel aciago momento en el que compramos el coche o el piso, sino que opera
cuando una empresa nos da o nos quita trabajo, o cuando el Estado sube o baja nuestras
pensiones, invierte o desinvierte en sanidad... Nuestras vidas se mueven al son
que marca la virtud del endeudamiento; el individual, el empresarial o el
público.
Hay crédulos que insisten en
describir el progreso como una sedimentación de derechos subjetivos, como el
resultado lineal de la voluntad empecinada de lo humano. Hay quien comprende, sin embargo, que todos esos
derechos son el resultado de deudas cruzadas, deudas entre individuos, empresas
y Estados que habilitan estatutos concretos (sin perjuicio de la lucha que por
ellos libraron los interesados, pero en las coordenadas de lo que posibilitaba lo
adeudado, como saben nuestros colonizados).
Esta es la lógica descriptiva de
nuestra historia que parece eclosionar estos días de prima de riesgo y endeudamiento desmedido. Son los días en los que
los humanistas insisten en que nuestros
derechos no se negocian. No entienden que nuestros derechos siempre han
sido un negocio tras otro. Cuando los obtenemos, dicen, es el fruto de nuestra férrea voluntad. Cuando nos los quitan, se lamentan, es culpa de
especuladores y cigarras que reclaman sus deudas. En realidad, obtenidos o
perdidos, nuestros derechos son el resultado de lo que pagamos y lo que nos
pagan. Son las mercancías a las que tenemos acceso.
Ya sospechábamos que los griegos,
los portugueses, los italianos o los españoles –esos residuos de civilizaciones
clásicas– eran gente inadaptada para el negocio del endeudamiento, la
amortización y la recursividad capitalista. Al fin y al cabo solo piensan en el
prójimo próximo (sanidad, pensiones, enchufismo y, si acaso, alguna cadena de
oro). Lo que sabemos ahora es que, cuando la cigarra europea ha hecho de
nosotros hormigas ahorradoras que pagarán todo (deudas propias y ajenas), no
hay ni una sola voz que, en lugar de pedir más crédito para seguir haciendo
frente a los débitos, reconozca en el proyecto europeo el sadismo bárbaro que
constantemente inventa deudas y exige responsabilidades. No hay ni una sola voz
en nuestro páramo político que busque otro horizonte a la altura de la
tradición racionalista, la de verdad, no la moderna.
Si todo va como se espera,
alguien adelantará el dinero de nuestro endeudamiento
poco virtuoso y nuestros políticos
más humanistas volverán a pedir derechos subjetivos en un nuevo marco de
lo posible, intentando generar
situaciones ventajosas frente a otros en el largo invierno que se nos viene
encima. Si, por esas casualidades de la historia, radicalizamos la crítica, tal
vez podamos, de una vez por todas, renegar de la fábula del endeudamiento y trazar una tangente real a la
circularidad del autodestructivo proyecto europeo. Eso sería, tras décadas de
mascarada y dudosos sujetos revolucionarios, una decisión relevante y posible. Eso
sería, después de mucho tiempo, política real.
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