Por fin las cosas están mal. Llevamos toda la vida esperando la revolución y, ahora que hay algún síntoma de su venida, nos dedicamos a exigir
el mantenimiento de nuestros derechos subjetivos, cada uno el suyo: ésta es la
lucha de clases que nos ha dejado el estado del bienestar. Y es que la
racionalización del gasto, los recortes, son la certificación de que el proceso
especulativo y recurrente del capital está encasquillándose –proceso especulativo ordenado
durante unas décadas por el keynesianismo, ya saben, eso de enterrar dinero
para luego pagar a otros por encontrarlo–. Fue esa especulación la que colmó
nuestros cuerpos de derechos (derecho a manufacturar coches toda la vida, derecho
a comprar luego el coche manufacturado, derecho a tener unas gafas nuevas…) y ahora que nos los quitan, señalamos
con el dedo a quienes nos los concedieron con su especulación (porque aunque perdieron alguna que otra batalla de la plusvalía frente a la clase obrera y la Urss, al final ganaron la guerra); Sin embargo, ¿acaso esperaban que las contradicciones capitalistas
no se llevaran por delante esa pléyade de derechos subjetivos de la clase media?
¿Acaso creían que la clase media era el sujeto revolucionario por el mero hecho de haber salido beneficiada de la lucha de clases el siglo pasado? El mejor tamiz
para discernir, en este ajuste del crédito, al sujeto revolucionario del sujeto
reaccionario es diferenciar a quienes exigen sus derechos cuando se los tocan y
a quienes exigen una reinvención del derecho que vaya más allá de manufacturar,
ser guapo y llevar gafas. La clase obrera ya no puede procurarse a sí misma una
unidad de acción en el terreno postfordista. La unidad de acción, en este escenario,
pasa, esencialmente, por una nueva estrategia de lucha que reinvente el carácter del derecho a
exigir. Esperamos que, en esta labor, Miguel Bosé no sea el Lenin postmoderno:
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