25/4/12

POR FIN LAS COSAS ESTÁN MAL


Por fin las cosas están mal. Llevamos toda la vida esperando la revolución y, ahora que hay algún síntoma de su venida, nos dedicamos a exigir el mantenimiento de nuestros derechos subjetivos, cada uno el suyo: ésta es la lucha de clases que nos ha dejado el estado del bienestar. Y es que la racionalización del gasto, los recortes, son la certificación de que el proceso especulativo y recurrente del capital está encasquillándose –proceso especulativo ordenado durante unas décadas por el keynesianismo, ya saben, eso de enterrar dinero para luego pagar a otros por encontrarlo–. Fue esa especulación la que colmó nuestros cuerpos de derechos (derecho a manufacturar coches toda la vida, derecho a comprar luego el coche manufacturado, derecho a tener unas gafas nuevas…) y ahora que nos los quitan, señalamos con el dedo a quienes nos los concedieron con su especulación (porque aunque perdieron alguna que otra batalla de la plusvalía frente a la clase obrera y la Urss, al final ganaron la guerra); Sin embargo, ¿acaso esperaban que las contradicciones capitalistas no se llevaran por delante esa pléyade de derechos subjetivos de la clase media? ¿Acaso creían que la clase media era el sujeto revolucionario por el mero hecho de haber salido beneficiada de la lucha de clases el siglo pasado? El mejor tamiz para discernir, en este ajuste del crédito, al sujeto revolucionario del sujeto reaccionario es diferenciar a quienes exigen sus derechos cuando se los tocan y a quienes exigen una reinvención del derecho que vaya más allá de manufacturar, ser guapo y llevar gafas. La clase obrera ya no puede procurarse a sí misma una unidad de acción en el terreno postfordista. La unidad de acción, en este escenario, pasa, esencialmente, por una nueva estrategia de lucha que reinvente el carácter del derecho a exigir. Esperamos que, en esta labor, Miguel Bosé no sea el Lenin postmoderno:


23/4/12

ESPECULACIÓN, EMPLEO Y RACIONALIZACIÓN DEL GASTO

Si algún lector autocomplaciente ojea estas líneas a párpado medio bajado, mejor será que regrese a su ventana del diario Público, porque, como bien saben los visitantes habituales de este blog, no diremos aquí eso de que por culpa de los especuladores ahora sufrimos los recortes, y plim; sería una (im)postura demasiado  cómoda, una postura en la que poder quedarnos cerebralmente quietos, que es un estado profundamente reaccionario, casi tanto como movilizar los cuerpos sin ton ni son; ahí va, por tanto, una movilización cerebral:
Fíjense cómo el personal, ante la tesitura económica, compone sin miramientos un discurso popular en el que se reniega al unísono de la especulación y de los recortes. Y es que, encorsetados por los ajustes presupuestarios y la racionalización del gasto, el pueblo sigue indignado pidiendo empleo mientras señala con el dedo a cuatro tipos con sombrero de copa... Debe de haber algo en el aire que hace pensar al indignadismo en general (del sindicalismo, en concreto, ni hablamos) que el empleo es ese derecho natural que poseemos si todo está normal, de modo que, anormalmente, cuando los especuladores irrumpen y se quedan con el dinero, acaban con el empleo. Y en realidad se quedan con el dinero, sí, y acaban con el empleo, sí, pero ese empleo que crearon a golpe de especulación. Nuestros empleos, todos, son el fruto directo de mecanismos especulativos; solo nos pagan porque alguien (a veces el trabajador mismo si es autónomo, otras veces un tipo desde Wall Street) ha conseguido, espectralmente, hacer ver a un público determinado que necesita algo que solo él puede darle. Y solo en este juego de espejos, a veces, muy de vez en cuando, cobra sentido –y valor de cambio– poner tuercas, diseñar planos, impartir clases, jugar a fútbol o escribir un libro (o un blog).
¿Realmente hay ilusos que creen que el derecho laboral va a garantizar el desempeño de actividades tan rocambolescas y azarosas como las del homo-postmodernus? Sí, ilusos que creen que en el esfuerzo, en las competencias, en las aptitudes, en la formación, en el talento –per se– está la fuente de toda riqueza, como cree CR7 sin saber que la fuente de su riqueza es una enmarañada especulación que ha otorgado valor a su cuadríceps como se lo podía haber otorgado a mi inigualable meñique izquierdo, ¡maldita mi suerte!. El capitalismo de casino no radica solo en el universo inescrutable de las finanzas internacionales, sino que atraviesa cada una de nuestras apuestas de negocio, de nuestra puesta en venta como fuerza de trabajo.
Y, claro, si sobre este desequilibrio esencial de los empleos se cierne la racionalización del gasto, sucede que todos nos quedamos sin empleo, porque con el cinturón apretado pocos pueden convencer a nadie, ni siquiera al Estado, de la necesidad de consumir lo que ofertan. Solo hay riqueza de la nación, progreso y crecimiento cuando una población tiene fe (crédito, dirían los banqueros) en una determinada sinrazón económica, volcándose todos en el señuelo de turno (ya saben, como cuando Springfield creyó en el monorraíl... España creyó en la construcción, mientras Alemania o EEUU creyeron en la tecnología, que, por lo que se ve, tiene más recorrido, ya veremos cuánto).
De este modo, la contradicción anunciada toma la siguiente forma concreta: quienes piden empleo, piden –sin saberlo– más especulación; quienes reniegan de la especulación, reniegan –sin saberlo– de su empleo. Quienes piden estabilidad en el empleo, piden especulación ma non troppo, es decir, keynesianismo, esa cosa del siglo XX basada en la industria y sus empleos para toda la vida. Pero ni estamos en el siglo XX, ni hay industrias dispuestas a fabricar indefinidamente mercancías que no pueden colocar, así que, en este cambio de agujas, pueden adoptarse dos posturas: indignarse, brindar al sol desde las categorías keynesianas y gritar créditocrédito, o radicalizar la crítica, para lo cual, antes que nada, procede localizar las raíces, procede movilizarse mentalmente y asumir, como decía Jappè, el desencantamiento que nos atenaza y nos convierte en ridículos ciudadanos que lo mismo piden una cosa que la contraria, con el único objetivo de no ser molestados en su ciclo de rigidez mental, reivindicación de derecho subjetivo y dolce vita.



11/4/12

NO FUTURE

Entre las discusiones sobre cifras, recortes, asignaciones, contenciones e incontinencias, en toda la verborrea sobre los Presupuestos Generales del Estado, se desliza un cierto tono de obituario. Los Presupuestos, ese dispositivo que navega entre lo político, lo jurídico y lo económico fue, anualmente, la proclamación soberana de toda una racionalidad: una destreza de escuadra y cartabón sobre la riqueza de la nación, un cálculo de movimientos en el tablero de la economía política. Fue un álgebra del coste y el beneficio, de intervención y reconfiguración de lo social, atravesada por el dilema liberal de no gobernar demasiado, ni demasiado poco. Fue, en definitiva, una economía de la planificación portadora de toda una posse de autoconocimiento y medición –al margen del contenido de realidad de semejante posse–.

Decimos fue porque nuestra tesis –apresuradamente insustancial– afirma que los Presupuestos no son portadores ya de racionalidad económica alguna. Los Presupuestos han devenido, como casi todo lo demás, un instrumento de gestión del riesgo, un dispositivo más en la administración de la catástrofe. Más aún, su funcionalidad ha devenido puramente semiótica: ni siquiera un mensaje, tan sólo un signo, una señal, un indicio, que un agente económico llamado Reino de España –tan soberano como cualquier otro agente económico en el mercado mundial– lanza a la constelación de flujos de capitales a la espera, a su vez, de los recíprocos signos, señales, indicios, de que la cosa va por buen camino. Las discusiones materiales sobre partidas y atribuciones parecen casi un tedioso trámite, un entretenimiento en los significados, frente al auténtico valor significante del presupuesto-indicio.

Cuando el sistema económico sólo es capaz de reproducir el valor a través del crédito –es decir, mediante la anticipación de ganancias futuras previstas– el futuro suplanta al presente y la realidad se torna realmente virtual. Lo dicho, la lógica económica del coste-beneficio se diluye en la racionalidad de la prevención del riesgo, o más bien de la pura precaución: la decisión en un contexto de opaca incertidumbre. No nos extrañe sorprender a nuestra asamblea soberana, un día de estos, augurando en las entrañas de un pollo destripado sobre la tribuna del Congreso antes de votar la próxima medida legislativa.

4/4/12

LA PASIÓN COMUNISTA


Son de sobra conocidas las tesis de Weber sobre la ética protestante y el espíritu del capitalismo, que es esa extraña presencia que inoculó Lutero en las conciencias de los europeos y que hizo de ellos lectores de biblias traducidas a las lenguas vulgares; lectores capaces de enfrentarse directamente a dios (minúsculo) y a sus renglones torcidos; tan torcidos que degeneraron en garabatos sin trascendencia ninguna. En esta traslación de la normatividad divina al interior del individuo se gestó el deber ser, todo ese actuar en conciencia que, estirado hasta el nuevo concepto de comunidad (la nación y su riqueza) se transformó en esa ética laboral que todos sufrimos. La sublimación de esta lógica fue sancionada por las revoluciones ilustradas, que la naturalizaron  a golpe de laicismo, adjudicándose en exclusiva, como si fuera un descubrimiento científico, la razón que durante siglos, e incluso milenios, habían labrado filósofos griegos, juristas romanos y escolásticos españoles.
En este proceso, la Iglesia Católica fue resituada en la historia como una suerte de poder sectario tenebroso que impedía el progreso (ya saben, Galileo y esas cosas), progreso que, desembarazado de católicos, pactó con el capital el fin de la historia; tan invencibles se sentían progreso y capital, que tuvo que inventarse la Crítica, esos libros en los que Marx trató de anclar el progreso a la racionalidad socialista (ya vamos dando sentido al título). Así fue que el comunismo rescató aquello del género humano, que era una expresión muy en desuso desde la invención del individuo autónomo luterano. Y es que Marx, en el fondo, era judío y, como todos los judíos, profundamente antiluterano desde que el fraile loco invitara a quemar las sinagogas alemanas.
Católicos y comunistas, subrepticiamente emparentados (y, como buenos parientes, enfrentados) han renegado ambos, en tiempos distintos de su evolución, de la reforma luterana que guía el espíritu del capitalismo y, por tanto, del progreso desbocado sin referencias externas; ese progreso que busca valor en tanto que valor, más allá de ninguna necesidad objetiva. Católicos y comunistas asumen, en cierto modo, sendas revelaciones que fijan una ética racional de afección entre cuerpos –demostrada, por cierto, por otro judío, este más meridional– que trasluce en un cuerpo político horizontal. En este cuerpo político horizontal todos somos hermanos o, como dijo el Ché, compañeros, que es más importante. Y, a diferencia de la solidaridad coyuntural que surge, oportunista, entre individuos autónomos, la hermandad o la clase forman un solo cuerpo (omnes et singulatim): si le tocan a uno, nos tocan a todos.
Pero no solo. Porque católicos y comunistas también ordenan su lucha en modos similares: a través de cierta intelligentsia competente, formada y avanzada. Así es como el sacerdote intermedia entre el latín de las escrituras y la conciencia de los fieles; y así es como el Partido, vanguardia de la clase, interpreta la ciencia social sin necesidad de que el obrero acceda directamente a ella. Así es como el sacerdote impone la penitencia en el nombre de Dios; y así es como la organización comunista exige sacrificios en el nombre de la clase. Porque en la penitencia está la redención. Y si la penitencia del católico es el dolor que guía hasta la muerte, que es el fin de la vida (esa cosa sacralizada por los judíos e institucionalizada por la Iglesia tras la negociación de San Pablo con los rabinos), la penitencia del comunista es el dolor del trabajo (ganarás el pan con el sudor de tu frente), que vacía sus cuerpos a golpe de plusvalía. Lo sagrado son los cuerpos, sus vidas, sus relaciones, sus afecciones, su emancipación a través de lo colectivo, su independencia a través de las dependencias simétricas: el amor, en definitiva. El camino, sin embargo, es pura estrategia que pasa por el antagonismo de su meta, es decir, por el dolor, ese que Dios, a través de su Iglesia, como un Lenin sonriente, nos explica que debemos sufrir hasta que llegue la liberación final (el Reino de los Cielos, el Comunismo, aunque, mientras tanto, como dice Chávez, nos queda el Reino de Dios en la Tierra, el Socialismo). Porque solo sintiendo el dolor que siente el más desgraciado de la hermandad, de la clase, sucede la purificación que dignifica para la lucha.


Lo curioso es que las escenificaciones de estos dolores, que proceden de una misma episteme, se están solapando estos días en el Imperio. Una oportunidad única, como el paso de un cometa, para comparar en vivo la íntima relación entre católicos y comunistas, para constatar, a través de sus simbologías, que unos y otros están recorridos por la misma ética, aunque no lo sepan, aunque se crean contrarios; y es que unos y otros tratan de ejercer esa ética bajo el mismo modelo de acción: El 29M, día de la huelga general, asistimos al ritual en el que los penitentes, anónimos, enarbolaban el cartel de la hermandad a la que pertenecían, como en una procesión de Semana Santa –a diferencia de lo que ocurre con los idealistas del 15M, individuos autónomos encauzados completamente en la comunicación racional, interpersonal laica e ilustrada (esto último pretende ser una crítica, por cierto)–. El 29M, los obreros escenificaban su penitencia en tanto que trabajadores: no pedían dinero, mercancías o mejores cauces de participación política (como en el 15M o como en las revueltas de Londres el pasado año), sino que pedían trabajo, pedían generar plusvalía, pedían reificar sus cuerpos, pedían dolor, como el que se pide en una procesión para revivir la pasión del salvador. La imaginería recorre, igualmente, los mismos significados: la cruz es el símbolo del dolor previo a la muerte liberadora como la hoz y el martillo representan el sufrimiento de un cuerpo reificado que pronto se emancipará.


Suponemos que esta tesis, insustancial como pocas, incordiará tanto a comunistas como a católicos. Los unos porque no saben que, en realidad, están recorridos por la perspectiva y estrategia católicas, los otros porque no quieren enterarse de que su concepción del mundo les impide subirse al tren sin frenos de la autorreferencialidad europea, practicando, así, una suerte de comunismo velado (lo social es caridad) que torpedea el progreso capitalista. Y es que las competencias, las habilidades, la capacidad de emprendimiento, esas exuberancias del capitalismo tardío, son, para los católicos, un don de Dios, algo llegado de fuera que debe ponerse en común y que encaja sin fisuras con la máxima comunista: de cada cual según su capacidad, a cada cual según su necesidad: Mal negocio para Lutero y sus secuaces que, subidos al trono de Europa, nos tienen por indeseables PIGS católicos o por malditos cerdos comunistas.

2/4/12

ORDEN SOCIAL, DESEO Y ANTAGONISMOS



ORDEN SOCIAL, DESEO Y ANTAGONISMOS
APORTACIONES AL CICLO
La filosofía como pensamiento socialmente inmerso, celebrado en el Ateneo Riojano

Sergio Pérez González
David San Martín Segura
Belén Castellanos Rodríguez
(Eds.)

De octubre de 2010 a junio de 2011 se desarrolló en el Ateneo Riojano de Logroño el ciclo, organizado por La Sala de Máquinas, La filosofía como pensamiento socialmente inmerso, conformado por una serie de conferencias que, armadas desde la filosofía, combatían en diversos terrenos de batalla; terrenos heterogéneos aunque convenientemente hilvanados con las tres puntadas propuestas en el título de este libro: orden social, deseo y antagonismos. Tres puntadas que atraviesan los textos aquí presentados y que, en esencia, son el reflejo, algo reestructurado por sus autores, de lo que se dijo en el privilegiado foro del Ateneo logroñés. Y es que las seis intervenciones que siguen parecen serpentear con cierta distracción por esa diversidad de lo social hasta que, de referencia en referencia, en ese diálogo susurrado entre conferenciantes, irrumpe una gruesa línea de sentido distinguible desde cierta distancia: todas las aportaciones conciben un estado actual de las cosas, un orden social, una estructura o una dinámica que, en estos tiempos constituyentes, debe vérselas con el deseo, con las apetencias, con el inconsciente o el fragor, el de los individuos o el de los colectivos, el de las personas o el de los pueblos; un orden que a veces reprime y a veces se alimenta de esas pasiones que nos transitan, que compartimos, que celebramos o de las que nos avergonzamos… Y de esta tensión emergen las teorías sobre los antagonismos. Se trata de ese poso dialéctico que espera su momento en cada autor, en cada conferenciante, para apostar por cierta síntesis en la que congelar el conflicto, como en una instantánea, para así desvelar amigos y enemigos.

ÍNDICE

Prólogo

Trabajo, fetichismo y proletarización del consumo
Santiago Alba Rico

Inconsciente y cultura en Levi-Strauss
Belén Castellanos Rodríguez

Gabriel Tarde y la métrica del deseo
David San Martín Segura

Redes sociales y riqueza común
Sergio Pérez González

Resistencias desde las fronteras:
historia de una experiencia de escritura colectiva
Lorena Fioretti

Lo bueno de la filosofía política y lo malo de prohibir el burqa
A. Daniel Oliver-Lalana


Disponible a texto completo en Dialnet:
http://dialnet.unirioja.es/servlet/libro?codigo=491233