Hay una gran ficción que se ha
activado con fuerza en el entorno de la crisis económica: la vilipendiada clase
media. Fíjense que, gracias a las teorías económicas humanistas a lo Sampedro,
la dicotomía clásica de la modernidad (esa que nos diferenciaba según la
distinción fijada en el contrato de trabajo, obrero/empresario) se ha transformado ahora, como en una
deslumbrante reconcepción mágica del panorama, en la dualidad cuasi-ética super-especulador-multimillonario-hijodeputa
/ ciudadano normal que solo quiere vivir en paz y tranquilo. Esta
dicotomía, que funciona porque es muy fácil de aprender y porque puede
ilustrarse con mucho gracejo en las redes sociales, nos convoca a todos en esa
clase media abocetada por el estado del bienestar. Nuestra labor, si acaso,
pasa por añorar sus buenos tiempos y empeñarnos en demandar la integridad de
aquellas leyes del trabajo, en general, que protegían la dignidad de los
ciudadanos medios, nosotros, casi todos. Lo que las teorías humanistas de
Sampedro, el indignado, no cuentan es que el nuevo orden productivo hace tiempo
que viene dejando atrás cualquier dicotomía formal en su funcionamiento,
inhabilitando, así, la consiguiente trasposición cuasi-ética: por un lado Botín
y por el otro nosotros, la clase media, sí, aunque... tal vez no haya que irse hasta Botín para encontrar los desajustes del sistema, porque... ¿de qué clase media hablamos? Están
ustedes rodeados por una clase media que, gradualmente, imperceptiblemente, sin
hacer ruido, sin grandes fallas, sin mucho lustre, acumula derechos, salarios,
dividendos y otros beneficios que, de repente, la transfiguran en clase alta…
altísima: asalariados exitosos, ahorradores con varios inmuebles en la cartera,
personal que medra y acumula diez cargos, personal estatutario que asienta
derecho subjetivo tras derecho subjetivo, jefes de servicio, de sección o de
baldosa, directores generales o directores en general, responsables de esto o
de eso otro aún más importante, catedráticos meritorios y eméritos como
Sampedro… buena gente, en definitiva (tan buena gente que los sindicatos solo
se toman en serio su causa y no la de esos otros indeterminados, el resto).
Ellos son el corazón de la clase media. Visto que el resto compartimos con
ellos ciertas características (el teléfono móvil, no tener un yate de más de 8
metros de eslora y no ser máximos accionistas de multinacionales), y visto que
todos queremos alcanzar su estatus (algunos lo conseguirán y otros caerán desde
él), consideramos que, tras oír a Sampedro, puestos a trazar dicotomías, ellos,
la clase media que nos rodea –esos con los que tomamos café de vez en cuando–
son de los buenos. No nos enteramos, gracias a clasemedistas como Sampedro, de que las contradicciones del capital
han deshabilitado ya cualquier estructura real de economía global –en la que
unos pocos príncipes maquiavélicos moverían los hilos– para habilitar tantas
economías como individuos, es decir, tantas clases sociales como sujetos
jurídicos. Es en esta batalla caótica donde cada uno defiende su propia valía,
cada uno construye su victoria y cada uno lucha por esos ya escasos derechos
laborales como por una camiseta que lanza el futbolista estrella a la grada… Y
una vez construida y asentada la victoria, todos la llaman derrota para que la
despistada izquierda siga luchando por leyes formales que aboceten el utopos soñado: un lugar de trabajo común
y homogéneo. Se trata de leyes que, aplicadas, garantizan el bienestar de
algunos –los que ya son estables–; se trata de leyes inadaptadas e incapaces de
poner freno a la colonización capitalista de otros muchos –los inclasificados–.
Porque hace tiempo que las dicotomías no agotan la complejidad social y
laboral. Porque hace tiempo que deberíamos luchar por un derecho social que
trascienda estabilidades privilegiadas y selectas, como las de la alta clase media.
Pero ni Sampedro, ni la izquierda, se quieren enterar.
Esta situación viene dada desde hace tanto tiempo... Lamentablemente no hemos avanzado tanto como nos hacen creer. Tenemos coche sí, y el derecho de pernada no se aplica pero seguimos siendo máquinas de producción que van más allá de nuestras necesidades. No se puede culpar a nadie por querer medrar, lo malo es medrar dentro de ciertos sistemas, porque te conviertes automáticamente en parte de una cosa u otra.
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