23/4/12

ESPECULACIÓN, EMPLEO Y RACIONALIZACIÓN DEL GASTO

Si algún lector autocomplaciente ojea estas líneas a párpado medio bajado, mejor será que regrese a su ventana del diario Público, porque, como bien saben los visitantes habituales de este blog, no diremos aquí eso de que por culpa de los especuladores ahora sufrimos los recortes, y plim; sería una (im)postura demasiado  cómoda, una postura en la que poder quedarnos cerebralmente quietos, que es un estado profundamente reaccionario, casi tanto como movilizar los cuerpos sin ton ni son; ahí va, por tanto, una movilización cerebral:
Fíjense cómo el personal, ante la tesitura económica, compone sin miramientos un discurso popular en el que se reniega al unísono de la especulación y de los recortes. Y es que, encorsetados por los ajustes presupuestarios y la racionalización del gasto, el pueblo sigue indignado pidiendo empleo mientras señala con el dedo a cuatro tipos con sombrero de copa... Debe de haber algo en el aire que hace pensar al indignadismo en general (del sindicalismo, en concreto, ni hablamos) que el empleo es ese derecho natural que poseemos si todo está normal, de modo que, anormalmente, cuando los especuladores irrumpen y se quedan con el dinero, acaban con el empleo. Y en realidad se quedan con el dinero, sí, y acaban con el empleo, sí, pero ese empleo que crearon a golpe de especulación. Nuestros empleos, todos, son el fruto directo de mecanismos especulativos; solo nos pagan porque alguien (a veces el trabajador mismo si es autónomo, otras veces un tipo desde Wall Street) ha conseguido, espectralmente, hacer ver a un público determinado que necesita algo que solo él puede darle. Y solo en este juego de espejos, a veces, muy de vez en cuando, cobra sentido –y valor de cambio– poner tuercas, diseñar planos, impartir clases, jugar a fútbol o escribir un libro (o un blog).
¿Realmente hay ilusos que creen que el derecho laboral va a garantizar el desempeño de actividades tan rocambolescas y azarosas como las del homo-postmodernus? Sí, ilusos que creen que en el esfuerzo, en las competencias, en las aptitudes, en la formación, en el talento –per se– está la fuente de toda riqueza, como cree CR7 sin saber que la fuente de su riqueza es una enmarañada especulación que ha otorgado valor a su cuadríceps como se lo podía haber otorgado a mi inigualable meñique izquierdo, ¡maldita mi suerte!. El capitalismo de casino no radica solo en el universo inescrutable de las finanzas internacionales, sino que atraviesa cada una de nuestras apuestas de negocio, de nuestra puesta en venta como fuerza de trabajo.
Y, claro, si sobre este desequilibrio esencial de los empleos se cierne la racionalización del gasto, sucede que todos nos quedamos sin empleo, porque con el cinturón apretado pocos pueden convencer a nadie, ni siquiera al Estado, de la necesidad de consumir lo que ofertan. Solo hay riqueza de la nación, progreso y crecimiento cuando una población tiene fe (crédito, dirían los banqueros) en una determinada sinrazón económica, volcándose todos en el señuelo de turno (ya saben, como cuando Springfield creyó en el monorraíl... España creyó en la construcción, mientras Alemania o EEUU creyeron en la tecnología, que, por lo que se ve, tiene más recorrido, ya veremos cuánto).
De este modo, la contradicción anunciada toma la siguiente forma concreta: quienes piden empleo, piden –sin saberlo– más especulación; quienes reniegan de la especulación, reniegan –sin saberlo– de su empleo. Quienes piden estabilidad en el empleo, piden especulación ma non troppo, es decir, keynesianismo, esa cosa del siglo XX basada en la industria y sus empleos para toda la vida. Pero ni estamos en el siglo XX, ni hay industrias dispuestas a fabricar indefinidamente mercancías que no pueden colocar, así que, en este cambio de agujas, pueden adoptarse dos posturas: indignarse, brindar al sol desde las categorías keynesianas y gritar créditocrédito, o radicalizar la crítica, para lo cual, antes que nada, procede localizar las raíces, procede movilizarse mentalmente y asumir, como decía Jappè, el desencantamiento que nos atenaza y nos convierte en ridículos ciudadanos que lo mismo piden una cosa que la contraria, con el único objetivo de no ser molestados en su ciclo de rigidez mental, reivindicación de derecho subjetivo y dolce vita.



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