Entre las discusiones sobre cifras, recortes, asignaciones, contenciones e incontinencias, en toda la verborrea sobre los Presupuestos Generales del Estado, se desliza un cierto tono de obituario. Los Presupuestos, ese dispositivo que navega entre lo político, lo jurídico y lo económico fue, anualmente, la proclamación soberana de toda una racionalidad: una destreza de escuadra y cartabón sobre la riqueza de la nación, un cálculo de movimientos en el tablero de la economía política. Fue un álgebra del coste y el beneficio, de intervención y reconfiguración de lo social, atravesada por el dilema liberal de no gobernar demasiado, ni demasiado poco. Fue, en definitiva, una economía de la planificación portadora de toda una posse de autoconocimiento y medición –al margen del contenido de realidad de semejante posse–.
Decimos fue porque nuestra tesis –apresuradamente insustancial– afirma que los Presupuestos no son portadores ya de racionalidad económica alguna. Los Presupuestos han devenido, como casi todo lo demás, un instrumento de gestión del riesgo, un dispositivo más en la administración de la catástrofe. Más aún, su funcionalidad ha devenido puramente semiótica: ni siquiera un mensaje, tan sólo un signo, una señal, un indicio, que un agente económico llamado Reino de España –tan soberano como cualquier otro agente económico en el mercado mundial– lanza a la constelación de flujos de capitales a la espera, a su vez, de los recíprocos signos, señales, indicios, de que la cosa va por buen camino. Las discusiones materiales sobre partidas y atribuciones parecen casi un tedioso trámite, un entretenimiento en los significados, frente al auténtico valor significante del presupuesto-indicio.
Cuando el sistema económico sólo es capaz de reproducir el valor a través del crédito –es decir, mediante la anticipación de ganancias futuras previstas– el futuro suplanta al presente y la realidad se torna realmente virtual. Lo dicho, la lógica económica del coste-beneficio se diluye en la racionalidad de la prevención del riesgo, o más bien de la pura precaución: la decisión en un contexto de opaca incertidumbre. No nos extrañe sorprender a nuestra asamblea soberana, un día de estos, augurando en las entrañas de un pollo destripado sobre la tribuna del Congreso antes de votar la próxima medida legislativa.
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