Son de sobra conocidas las tesis
de Weber sobre la ética protestante y el espíritu del capitalismo, que es esa
extraña presencia que inoculó Lutero en las conciencias de los europeos y que
hizo de ellos lectores de biblias traducidas a las lenguas vulgares; lectores
capaces de enfrentarse directamente a dios (minúsculo) y a sus renglones
torcidos; tan torcidos que degeneraron en garabatos sin trascendencia ninguna.
En esta traslación de la normatividad divina al interior del individuo se gestó
el deber ser, todo ese actuar en conciencia que, estirado hasta
el nuevo concepto de comunidad (la nación y su riqueza) se transformó en esa
ética laboral que todos sufrimos. La sublimación de esta lógica fue sancionada
por las revoluciones ilustradas, que la naturalizaron a golpe de laicismo, adjudicándose en
exclusiva, como si fuera un descubrimiento científico, la razón que durante
siglos, e incluso milenios, habían labrado filósofos griegos, juristas romanos
y escolásticos españoles.
En este proceso, la Iglesia
Católica fue resituada en la historia como una suerte de poder sectario
tenebroso que impedía el progreso (ya saben, Galileo y esas cosas), progreso
que, desembarazado de católicos, pactó con el capital el fin de la historia;
tan invencibles se sentían progreso y capital, que tuvo que inventarse la
Crítica, esos libros en los que Marx trató de anclar el progreso a la
racionalidad socialista (ya vamos dando sentido al título). Así fue que el
comunismo rescató aquello del género
humano, que era una expresión muy en desuso desde la invención del
individuo autónomo luterano. Y es que Marx, en el fondo, era judío y, como
todos los judíos, profundamente antiluterano desde que el fraile loco invitara
a quemar las sinagogas alemanas.
Católicos y comunistas,
subrepticiamente emparentados (y, como buenos parientes, enfrentados) han
renegado ambos, en tiempos distintos de su evolución, de la reforma luterana
que guía el espíritu del capitalismo y, por tanto, del progreso desbocado sin
referencias externas; ese progreso que busca valor en tanto que valor, más allá
de ninguna necesidad objetiva. Católicos y comunistas asumen, en cierto modo,
sendas revelaciones que fijan una ética racional de afección entre cuerpos –demostrada, por cierto, por otro judío, este
más meridional– que trasluce en un cuerpo político horizontal. En este cuerpo
político horizontal todos somos hermanos o, como dijo el Ché, compañeros, que es más importante. Y, a
diferencia de la solidaridad coyuntural que surge, oportunista, entre individuos
autónomos, la hermandad o la clase forman un solo cuerpo (omnes et singulatim): si le
tocan a uno, nos tocan a todos.
Pero no solo. Porque católicos y
comunistas también ordenan su lucha en modos similares: a través de cierta intelligentsia competente, formada y
avanzada. Así es como el sacerdote intermedia entre el latín de las escrituras
y la conciencia de los fieles; y así es como el Partido, vanguardia de la
clase, interpreta la ciencia social sin necesidad de que el obrero acceda
directamente a ella. Así es como el sacerdote impone la penitencia en el nombre
de Dios; y así es como la organización comunista exige sacrificios en el nombre
de la clase. Porque en la penitencia está la redención. Y si la penitencia del
católico es el dolor que guía hasta la muerte, que es el fin de la vida (esa
cosa sacralizada por los judíos e institucionalizada por la Iglesia tras la
negociación de San Pablo con los rabinos), la penitencia del comunista es el
dolor del trabajo (ganarás el pan con el sudor de tu frente), que vacía sus cuerpos a golpe de plusvalía. Lo sagrado son
los cuerpos, sus vidas, sus relaciones, sus afecciones, su emancipación a
través de lo colectivo, su independencia a través de las dependencias
simétricas: el amor, en definitiva. El camino,
sin embargo, es pura estrategia que pasa por el antagonismo de su meta, es
decir, por el dolor, ese que Dios, a través de su Iglesia, como un Lenin
sonriente, nos explica que debemos sufrir hasta que llegue la liberación final
(el Reino de los Cielos, el Comunismo, aunque, mientras tanto, como dice Chávez, nos queda el Reino de Dios en la Tierra, el Socialismo). Porque solo sintiendo el dolor que siente el más desgraciado de la hermandad,
de la clase, sucede la purificación que dignifica para la lucha.
Lo curioso es que las escenificaciones de estos dolores, que proceden de una misma episteme, se están solapando estos días en el Imperio. Una oportunidad única, como el paso de un cometa, para comparar en vivo la íntima relación entre católicos y comunistas, para constatar, a través de sus simbologías, que unos y otros están recorridos por la misma ética, aunque no lo sepan, aunque se crean contrarios; y es que unos y otros tratan de ejercer esa ética bajo el mismo modelo de acción: El 29M, día de la huelga general, asistimos al ritual en el que los penitentes, anónimos, enarbolaban el cartel de la hermandad a la que pertenecían, como en una procesión de Semana Santa –a diferencia de lo que ocurre con los idealistas del 15M, individuos autónomos encauzados completamente en la comunicación racional, interpersonal laica e ilustrada (esto último pretende ser una crítica, por cierto)–. El 29M, los obreros escenificaban su penitencia en tanto que trabajadores: no pedían dinero, mercancías o mejores cauces de participación política (como en el 15M o como en las revueltas de Londres el pasado año), sino que pedían trabajo, pedían generar plusvalía, pedían reificar sus cuerpos, pedían dolor, como el que se pide en una procesión para revivir la pasión del salvador. La imaginería recorre, igualmente, los mismos significados: la cruz es el símbolo del dolor previo a la muerte liberadora como la hoz y el martillo representan el sufrimiento de un cuerpo reificado que pronto se emancipará.
Lo curioso es que las escenificaciones de estos dolores, que proceden de una misma episteme, se están solapando estos días en el Imperio. Una oportunidad única, como el paso de un cometa, para comparar en vivo la íntima relación entre católicos y comunistas, para constatar, a través de sus simbologías, que unos y otros están recorridos por la misma ética, aunque no lo sepan, aunque se crean contrarios; y es que unos y otros tratan de ejercer esa ética bajo el mismo modelo de acción: El 29M, día de la huelga general, asistimos al ritual en el que los penitentes, anónimos, enarbolaban el cartel de la hermandad a la que pertenecían, como en una procesión de Semana Santa –a diferencia de lo que ocurre con los idealistas del 15M, individuos autónomos encauzados completamente en la comunicación racional, interpersonal laica e ilustrada (esto último pretende ser una crítica, por cierto)–. El 29M, los obreros escenificaban su penitencia en tanto que trabajadores: no pedían dinero, mercancías o mejores cauces de participación política (como en el 15M o como en las revueltas de Londres el pasado año), sino que pedían trabajo, pedían generar plusvalía, pedían reificar sus cuerpos, pedían dolor, como el que se pide en una procesión para revivir la pasión del salvador. La imaginería recorre, igualmente, los mismos significados: la cruz es el símbolo del dolor previo a la muerte liberadora como la hoz y el martillo representan el sufrimiento de un cuerpo reificado que pronto se emancipará.
Suponemos que esta tesis,
insustancial como pocas, incordiará tanto a comunistas como a católicos. Los
unos porque no saben que, en realidad, están recorridos por la perspectiva y
estrategia católicas, los otros porque no quieren enterarse de que su
concepción del mundo les impide subirse al tren sin frenos de la
autorreferencialidad europea, practicando, así, una suerte de comunismo velado
(lo social es caridad) que
torpedea el progreso capitalista. Y es que las competencias, las habilidades,
la capacidad de emprendimiento, esas exuberancias del capitalismo tardío, son,
para los católicos, un don de Dios, algo llegado de fuera que debe ponerse en
común y que encaja sin fisuras con la máxima comunista: de cada cual según su capacidad, a cada cual según su necesidad:
Mal negocio para Lutero y sus secuaces que, subidos al trono de Europa, nos
tienen por indeseables PIGS católicos o por malditos cerdos comunistas.
También incordiará esta tesis a los protestantes (luteranos o calvinistas). A estos màs que a católicos y comunistas, por que el retrato que haces de ellos es demoledor y lo que es peor, acertado. Das en el clavo y esto siempre hace daño. Pero de esto se trata, de hacer que cada cual se mire al espejo.
ResponderEliminarMe ha gustado esta tesis, nada insustancial.
Sin duda. El objeto de crítica de esta tesis es la locura protestante, sintomatizada hoy en cuestiones tan concretas como la política del euro y sus descarnadas consecuencias.
ResponderEliminarUn saludo.