4/4/12

LA PASIÓN COMUNISTA


Son de sobra conocidas las tesis de Weber sobre la ética protestante y el espíritu del capitalismo, que es esa extraña presencia que inoculó Lutero en las conciencias de los europeos y que hizo de ellos lectores de biblias traducidas a las lenguas vulgares; lectores capaces de enfrentarse directamente a dios (minúsculo) y a sus renglones torcidos; tan torcidos que degeneraron en garabatos sin trascendencia ninguna. En esta traslación de la normatividad divina al interior del individuo se gestó el deber ser, todo ese actuar en conciencia que, estirado hasta el nuevo concepto de comunidad (la nación y su riqueza) se transformó en esa ética laboral que todos sufrimos. La sublimación de esta lógica fue sancionada por las revoluciones ilustradas, que la naturalizaron  a golpe de laicismo, adjudicándose en exclusiva, como si fuera un descubrimiento científico, la razón que durante siglos, e incluso milenios, habían labrado filósofos griegos, juristas romanos y escolásticos españoles.
En este proceso, la Iglesia Católica fue resituada en la historia como una suerte de poder sectario tenebroso que impedía el progreso (ya saben, Galileo y esas cosas), progreso que, desembarazado de católicos, pactó con el capital el fin de la historia; tan invencibles se sentían progreso y capital, que tuvo que inventarse la Crítica, esos libros en los que Marx trató de anclar el progreso a la racionalidad socialista (ya vamos dando sentido al título). Así fue que el comunismo rescató aquello del género humano, que era una expresión muy en desuso desde la invención del individuo autónomo luterano. Y es que Marx, en el fondo, era judío y, como todos los judíos, profundamente antiluterano desde que el fraile loco invitara a quemar las sinagogas alemanas.
Católicos y comunistas, subrepticiamente emparentados (y, como buenos parientes, enfrentados) han renegado ambos, en tiempos distintos de su evolución, de la reforma luterana que guía el espíritu del capitalismo y, por tanto, del progreso desbocado sin referencias externas; ese progreso que busca valor en tanto que valor, más allá de ninguna necesidad objetiva. Católicos y comunistas asumen, en cierto modo, sendas revelaciones que fijan una ética racional de afección entre cuerpos –demostrada, por cierto, por otro judío, este más meridional– que trasluce en un cuerpo político horizontal. En este cuerpo político horizontal todos somos hermanos o, como dijo el Ché, compañeros, que es más importante. Y, a diferencia de la solidaridad coyuntural que surge, oportunista, entre individuos autónomos, la hermandad o la clase forman un solo cuerpo (omnes et singulatim): si le tocan a uno, nos tocan a todos.
Pero no solo. Porque católicos y comunistas también ordenan su lucha en modos similares: a través de cierta intelligentsia competente, formada y avanzada. Así es como el sacerdote intermedia entre el latín de las escrituras y la conciencia de los fieles; y así es como el Partido, vanguardia de la clase, interpreta la ciencia social sin necesidad de que el obrero acceda directamente a ella. Así es como el sacerdote impone la penitencia en el nombre de Dios; y así es como la organización comunista exige sacrificios en el nombre de la clase. Porque en la penitencia está la redención. Y si la penitencia del católico es el dolor que guía hasta la muerte, que es el fin de la vida (esa cosa sacralizada por los judíos e institucionalizada por la Iglesia tras la negociación de San Pablo con los rabinos), la penitencia del comunista es el dolor del trabajo (ganarás el pan con el sudor de tu frente), que vacía sus cuerpos a golpe de plusvalía. Lo sagrado son los cuerpos, sus vidas, sus relaciones, sus afecciones, su emancipación a través de lo colectivo, su independencia a través de las dependencias simétricas: el amor, en definitiva. El camino, sin embargo, es pura estrategia que pasa por el antagonismo de su meta, es decir, por el dolor, ese que Dios, a través de su Iglesia, como un Lenin sonriente, nos explica que debemos sufrir hasta que llegue la liberación final (el Reino de los Cielos, el Comunismo, aunque, mientras tanto, como dice Chávez, nos queda el Reino de Dios en la Tierra, el Socialismo). Porque solo sintiendo el dolor que siente el más desgraciado de la hermandad, de la clase, sucede la purificación que dignifica para la lucha.


Lo curioso es que las escenificaciones de estos dolores, que proceden de una misma episteme, se están solapando estos días en el Imperio. Una oportunidad única, como el paso de un cometa, para comparar en vivo la íntima relación entre católicos y comunistas, para constatar, a través de sus simbologías, que unos y otros están recorridos por la misma ética, aunque no lo sepan, aunque se crean contrarios; y es que unos y otros tratan de ejercer esa ética bajo el mismo modelo de acción: El 29M, día de la huelga general, asistimos al ritual en el que los penitentes, anónimos, enarbolaban el cartel de la hermandad a la que pertenecían, como en una procesión de Semana Santa –a diferencia de lo que ocurre con los idealistas del 15M, individuos autónomos encauzados completamente en la comunicación racional, interpersonal laica e ilustrada (esto último pretende ser una crítica, por cierto)–. El 29M, los obreros escenificaban su penitencia en tanto que trabajadores: no pedían dinero, mercancías o mejores cauces de participación política (como en el 15M o como en las revueltas de Londres el pasado año), sino que pedían trabajo, pedían generar plusvalía, pedían reificar sus cuerpos, pedían dolor, como el que se pide en una procesión para revivir la pasión del salvador. La imaginería recorre, igualmente, los mismos significados: la cruz es el símbolo del dolor previo a la muerte liberadora como la hoz y el martillo representan el sufrimiento de un cuerpo reificado que pronto se emancipará.


Suponemos que esta tesis, insustancial como pocas, incordiará tanto a comunistas como a católicos. Los unos porque no saben que, en realidad, están recorridos por la perspectiva y estrategia católicas, los otros porque no quieren enterarse de que su concepción del mundo les impide subirse al tren sin frenos de la autorreferencialidad europea, practicando, así, una suerte de comunismo velado (lo social es caridad) que torpedea el progreso capitalista. Y es que las competencias, las habilidades, la capacidad de emprendimiento, esas exuberancias del capitalismo tardío, son, para los católicos, un don de Dios, algo llegado de fuera que debe ponerse en común y que encaja sin fisuras con la máxima comunista: de cada cual según su capacidad, a cada cual según su necesidad: Mal negocio para Lutero y sus secuaces que, subidos al trono de Europa, nos tienen por indeseables PIGS católicos o por malditos cerdos comunistas.

2 comentarios:

  1. También incordiará esta tesis a los protestantes (luteranos o calvinistas). A estos màs que a católicos y comunistas, por que el retrato que haces de ellos es demoledor y lo que es peor, acertado. Das en el clavo y esto siempre hace daño. Pero de esto se trata, de hacer que cada cual se mire al espejo.
    Me ha gustado esta tesis, nada insustancial.

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  2. Sin duda. El objeto de crítica de esta tesis es la locura protestante, sintomatizada hoy en cuestiones tan concretas como la política del euro y sus descarnadas consecuencias.
    Un saludo.

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