8/2/12

CONTADOR, CON OJOS DE GATO DE SHREK...


Decía Eufemiano Fuentes que sí, que él suministraba esto y lo otro, pero que lo hacía porque era su trabajo (risas, claro). Y sin embargo, a pesar de las risas, eso que decía nuestro querido doctor Colombia es la verdad más descarnada que se ha escuchado últimamente en foros deportivos (salvadas, claro está, tautologías a lo Sergio Ramos, heredero natural del inolvidable orador Fernando Hierro). Eufemiano, también conocido como Eufemismo, sostenía que él no era el desencadenante de los triunfos, las derrotas, los positivos o los negativos, sino que era parte del engranaje de una disciplina que había perdido el rumbo desde que los deportistas buscaban marcas inhumanas, de tal modo que su papel se reducía a mantener con vida cuerpos estirados más allá de los límites biogenéticos soportables. Ya se sabe, el hipócrita juramento hipocrático del científico. Porque Eufemiano es un científico, y a ojos de un científico el deporte deja de ser un espectáculo en el que se juega, se pasa y se toca, para convertirse en otro juego más lógico y determinado, en una ecuación de dos variables evidentes y relativamente previsibles con las que trabajar en abstracto: el cuerpo humano y las marcas.

Y así, cuando el deporte se hace negocio, los profesionales se relacionan entre sí a partir de esa ética del trabajo abstracto: miles de deontologías, lógicas científicas, juramentos hipocráticos y hasta razones de Estado (la riqueza de la nación, la marca España) se vuelcan en el asunto. Y entonces, con tanto profesional volcado, se olvidan las referencias originarias –eso de jugar y mantenerse en forma– porque, de repente, se interpone la cosa del oficio y del deber protocolizado en busca de la marca: fisios, estrategas, psicólogos, dietistas, masajistas, cardiólogos, traumatólogos, endocrinos, hematólogos… una cohorte de especialistas implantando protocolos tecnológicos en los cuerpos y hábitos de los deportistas, que hace de todos ellos una suerte de Pistorius disimulados… la cosa del negocio…

El dopaje es solo una variante más de esa tecnologización, como las piernas de Pistorius. La diferencia formal que el derecho traza entre el dopaje y el resto de tecnologización disciplinada del deportista es que aquel, dicen los científicos relativistas postmodernos, es malo para la salud… ya se sabe, las fronteras difusas del derecho. En realidad, caerse por unas escaleras es mejor para el cuerpo que someterlo diariamente a un entrenamiento que trate de estirar hasta el último hálito las posibilidades físicas (ingenuos legisladores…). Sin embargo, el derecho –que es el modo de tener la sartén por el mango sin que se note– elabora listas de productos prohibidos. ¿Por qué? Porque la única manera de mantener cierto orden en el deporte pasa por modular el progreso tecnológico si este resulta inmediatamente ingobernable. Así, si el dopaje –o la tecnología química aplicada al cuerpo– no fuera regulado, conformaría un escenario en el que el campeón sería, sencillamente, el primero de los que siguieran vivos tras cruzar la meta (y ese momento, aunque llegará, hay que retrasarlo, como los estallidos de las burbujas en cualquier negocio). Porque el dopaje no se diferencia de los demás ámbitos tecnologizados del deporte en que sea malo para la salud, sino en que se implementa en el deportista de manera automática, sin procesos de aprendizaje o lentas interiorizaciones, sin sufrimientos ni penurias demasiado humanas. Y esto hace que su ritmo de innovación sea autónomo y demasiado vertiginoso, demasiado incontrolable. Por tanto, procede la intervención pública que llame tramposos a los dopados por querer acabar con el negocio del deporte demasiado pronto (el problema particular del ciclismo, dicho sea de paso, es que es un negocio de explotación poco definida, de tal modo que se le atiza sin contemplaciones). Ya el imperativo tecnológico acabará con todos el día que los científicos circunvalen definitivamente las listas prohibidas, pero de momento, parecen decir las autoridades deportivas, no crucen la raya. Lo perverso de todo esto es que, a fuerza de mediaciones simplonas, esa raya que marcan las autoridades deportivas es asumida como frontera ética.

Contador decía, con ojos de gato de Shrek, que él no se había dopado y tal… eso es porque Contador no es el médico de Contador. Lo trágico no es la incerteza a la hora de dilucidar si se ha dopado o no; lo trágico es que Contador, Nadal, Gasol, Ronaldo o –qué demonios– Iniesta, están en esa carrera de tecnologización, en esa carrera por la que disponen su cuerpo y aptitudes a la disciplinarización científica y, paralelamente, son sacralizados como una tipología de individuos que hacen mejor el mundo. Nada menos.

Después de esta imputación, que no hayan respetado una lista arbitraria de sustancias prohibidas es anecdótico.

2 comentarios:

  1. he recordado este documental:
    "Bigger, stronger, faster" (Christopher Bell, 2008).
    http://www.youtube.com/watch?v=XcigNwyTe54

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  2. El cuerpo del deportista es la versión más perfeccionada del «human engineering» del que nos habló Anders allá por 1956: ese impulso irresistible de llevar más allá los límites de lo humano, ante un poco confesable sentimiento de vergüenza por nuestra imperfección frente a nuestros propios productos técnicos. El anhelo de ser máquina es la obsolescencia del hombre, es el elogio de la reificación. El último escalón en el empeño de convertirnos a nosotros mismos en mercancía.

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